miércoles, 2 de febrero de 2011

La Gata




—¿Cómo se siente comerse una rata? Dime gata, ¿cómo se siente?— preguntó Rodrigo, cuando su esposa le servía el desayuno. La noche anterior, Martha se había acostado apenas con un cliente que le pagó mal. «Veinte pesos por quince minutos. Veinte pesos en toda la noche. Por una rata» pensaba Martha cuando ya anticipaba lo peor, lo de costumbre.

Rodrigo sólo necesito echarse una cucharada en la boca para arrojarle el caldo caliente a las piernas de su esposa. —¡Sólo sabes tirar! ¡No sirves para nada más!—. Entonces se levantó de la mesa, la golpeó en la cara hasta que la sangre fuera visible y, como de costumbre, la llevó hasta al lavadero, le subió la falda a las malas y tomándole fuertemente por la nuca le penetraba con violencia. —¿Así te comes a las ratas?, ¿así te sientes?—.

Cuando Rodrigo salió de la casa, Martha, recostada en la cama con los pies en la cabecera, lograba ver entre lágrimas cómo su esposo atravesaba el portón viejo y desmejorado por el tiempo. Las lágrimas distorsionaba su realidad, entonces se enteró sólo por el ruido que estaba sola, como siempre, como en las mañanas cuando su esposo se iba a emborracharse después de lastimarla, como en las tardes, cuando el insomnio la atormentaba con recuerdos, como en su infancia, en la que era violada por su tío y como en las noches, cuando cobraba por su sexo para alimentar a su marido. Esa tarde de enero tuvo, sin embargo, algo que no se sumía en la rutina a la que estaba acostumbrada. Tuvo una idea. Entonces su cuerpo se llenó de adrenalina, de miedo y, tan sólo por un instante, de felicidad.

Martha se levantó de la cama y comenzó, después de muchos años, a percibir las impresiones que marcaban sus sentidos. Sintió la baldosa fría en sus pies, hasta sentir dolor. Vio que la casa se había hecho tan vieja como ella. Lo confirmó al escuchar los automóviles que se paseaban al frente de su casa. Pasó su lengua por sus labios y saboreó su propia sangre mezclado con lágrimas. Olió ese repugnante aroma, cerró sus ojos y comenzó a caminar, guiada por su olfato. Atravesó toda su casa con pasos más o menos rápidos. Abrió el portón y salió de su casa sin mirar a su alrededor. Atravesó la carrera quinta y no se inmutó con la frenada del camión. No contestó a los saludos de vecinos, ni sonrió por los comentarios morbosos de sus clientes de esa misma cuadra. Tomó la calle diecinueve hasta la carrera sexta y giró a la derecha, esquivando transeúntes, descalza y guiada sólo por su nariz. Asombrada, con los ojos abiertos como una lechuza, se detuvo a la mitad de la cuadra. Bajó su mirada y vio una alcantarilla destapada. No tuvo asco ni pudor. Bajó las escalinatas y dio un pequeño salto. Sintió luego cómo las aguas sucias y teñidas de excremento la mojaban hasta un poco más abajo de sus rodillas. Caminó algunos metros, giró su cabeza a la derecha y entonces se miraron fijamente.

«Se parece a Rodrigo» pensó Martha. Imaginó por unos segundos que ella también le encontraba parecido con alguien, porque parecía inmutable. La rata dio algunos pasos leves y Martha no dudó en tirarse sobre ella antes que escapara. La cogió con una mano pero al advertir lo grande que era, tuvo que cogerla del hocico con la izquierda, sintiendo entre sus dedos el mover de sus bigotes. Imaginó que era su marido y apretó más fuerte. Corrió entonces a las escalinatas de la alcantarilla y subió, apoyándose con una mano y apretando la rata con su otro brazo contra sus senos para que no se le escapara. Se incorporó con tranquilidad sobre la carrera sexta y volvió a buscar la avenida diecinueve, ante la sombrosa mirada de transeúntes y los gritos de mujeres al ver cómo Martha caminaba con la rata entre sus manos. Tomó la carrera quinta y sus vecinos imperturbables la miraban.

—Ahora entiendo por qué le dicen “la gata”— exclamó Jaime, el zapatero, cuando la vio entrando a su casa, que quedaba justo al frente de su anticuado taller. —Jamás me volveré a revolcar con ella, ni porque me inviten mis amigos—. La observó paso a paso, y cuando Martha se giró para cerrar el portón, creyó que la rata lo miraba fijamente a sus ojos. Jaime vomitó en el acto.

Rodrigo sólo necesito echarse una cucharada en la boca para sentirse a gusto con la cena de su esposa. Ese día noche celebraban su aniversario y Martha no había ido a trabajar. —¡A veces pensaba que no sabías cocinar y que sólo sabías tirar! ¡Pero esto está realmente bueno!—. Rodrigo saboreaba, Martha lo miraba fijamente y recordaba cómo había degollado en la cocina a la rata y con la cabeza le había dado sabor al caldo que su esposo ya se había tomado. Rodrigo se pasaba la lengua por los labios y Martha sonreía pensando en cómo con mucha paciencia había quitado el pelaje de la rata con el cuchillo. Rodrigo descansaba por momentos, tomando impulso para seguir en la labor de alimentarse y Martha se regocijaba, pues veía en su memoria el momento en que metió la rata, blancuzca, sangrienta y sin cabeza en la olla de agua hirviendo. Rodrigo pasaba una servilleta por su boca y Martha rememoraba cómo había despresado al animal, como a un pollo, para luego fritarlo. Cuando Rodrigo terminaba ya los espaguetis, Martha casi no puede evitar la risa, pues sabía que entre ellos se escondía la cola de la rata.

—Estuvo delicioso, no sé por qué no comiste también tú. Es la primera vez que preparas algo bueno— dijo Rodrigo luego de eructar y de pasar su mano por la panza.

—Me alegra que te haya gustado. Ahora sabes lo que es comer una rata— contestó Martha a la vez que lloraba y reía.

—¡Gata de mierda!— gritó Rodrigo luego de un silencio breve.

Jaime, el zapatero, fue el único escuchó el disparo de esa noche. Pero sólo hasta la mañana siguiente, los vecinos se enteraron de que Rodrigo había comido rata y de que la gata había muerto de un balazo en la cabeza la noche de su aniversario.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

gracias Ángel, me distrajo y mucho, espero volver a leer lo que escribes

Anónimo dijo...

Interesante, pero por un momento pensé, que en realidad el que debió haber muerto era la rata de Rodrigo, la propia rata.
Me hubiera gustado que el final fuera un poco más venenoso y emocionante. Pero bien…
Al leer esto; no sé, recordé la novela de Miguel Delibes, “Las ratas”. En todo caso, este cuento me ha gustado.
ATT, María angélica L.

Anónimo dijo...

Estuvo muy chévere este cuento. Es mi favorito de todos los tuyos que he leído.