martes, 18 de septiembre de 2012

Primera Escena de Los Company


LOS COMPANY
(Ángel Rivera Novoa)

Personajes:                                 

REBECA COMPANY, esposa del Señor Company.
HENRY COMPANY, viceversa.
IRIS, mujer joven y vulgar.
LEÓN MARÍA, asesino a sueldo.

Escena I
Intento de extorsión con Gyocuro

(Se escucha el último “Contrapunto” del “Arte de la fuga” de J.S. Bach. Aparecen en escena Iris y Rebeca. Se encuentran sentadas frente a frente bebiendo té. Se miran fijamente con odio y resentimiento. Iris tiene lentes oscuros y un fuerte labial rojo decora vulgarmente sus labios. Está vestida con un abrigo largo que sólo deja al descubierto sus pantorrillas y unos tacones de color extravagante. Rebeca, por el contrario, está muy bien vestida. Luego de tomar un sorbo de té, Iris rompe el incómodo silencio).

IRIS: (Saboreando). Tiene un sabor exquisito. ¿En qué tienda lo compra?

REBECA: Es Gyokuro. Un té proveniente de Japón. Es el más caro del mundo. Fue un regalo de un socio oriental de nuestra compañía. Ahora que lo pienso, no sé cómo pude habérselo ofrecido. Es evidente que el paladar de un perro es, por mucho, superior al suyo. Como sea, no lo va a conseguir en tienda alguna. ¿Puede decirme qué mierda hace en mi casa?

IRIS: ¡Gyocuro! (Bebe y saborea nuevamente). Interesante. ¿Dice que es de Japón, verdad? ¿Eso dónde queda? ¿En China? (Silencio Breve, Rebeca hace cara de disgusto). No me interesa incomodar a nadie, pero necesito hablar con Henry.

REBECA: (Atorándose) ¿Perdón? ¿Con Henry? Querrá decir, con el Señor Company.

IRIS: El Señor Company, Henry, ¡o Batman! Llámelo como quiera. Necesito hablar con él.

REBECA: El Señor Company no tiene tiempo para hablar con prostitutas. Así que tendrá que conformarse hablando con la Señora Company.

IRIS: ¿Y a la Señora Company le gustará el jugo de vagina tanto como a Henry? Perdón, ¿tanto como al Señor Company?

REBECA: ¡Esto es ridículo! (Se levanta e intenta irse).

IRIS: ¡Señora Company! ¡Su prestigio! (Rebeca se detiene de inmediato). Su prestigio. No lo dañe. Supongo que está usted enterada de todo lo que por desgracia ha ocurrido. Por su propio bien, le ruego, escúcheme y hablemos.

REBECA: Estoy al tanto de lo que sucedió. Y comprendo su posición. Sé que viene por el dinero. Está arriba, en mi cuarto. Enseguida lo traigo.

IRIS: Un momento. Siéntese, por favor. Es importante lo que tengo que decir. (Rebeca se sienta). Gracias. Le diré, estuve pensando y creo que la cifra de la cual había conversado con su esposo es insuficiente. Señora Company, he decidido duplicar el costo de mi petición.

REBECA: ¿¡Qué diablos!? ¿Pretende que le entregue un millón de dólares a una prostituta?

IRIS: ¡Creo que es incluso menos de lo justo! ¿Cuál es el precio de una violación? O mejor, ¿cuál es el precio de su prestigio, el del Señor Company o el de su Compañía? (Emocionada) ¿Ha pensado en el escándalo? ¡Imagine los periódicos! “Famoso multimillonario viola a una mujer joven”. ¡El juicio! ¿Qué dirán los inversionistas cuando le relate al tribunal el modo en que su esposo me golpeó brutalmente hasta dejarme casi inconsciente, abrió mis piernas y me atravesó con su grandioso pez mondá?

REBECA: ¡Tonterías! El pene de Henry no supera diez centímetros.

IRIS: Bueno, son detalles pequeños pero dolorosos, ¡matices! ¿Quién define lo que es grande o lo que es pequeño en estos días? En todo caso, supongo que usted no permitirá que en los más glamurosos círculos sociales se sepa que el esposo de Rebeca Company violó a una pobre y humilde mujer. Las acciones de la Compañía caerán en un abrir y cerrar de ojos, su esposo irá a la cárcel y usted quedará en quiebra. ¿Es eso lo que quiere Señora Company?

REBECA: ¡Maldita ramera del averno!

IRIS: No utilice poesía, porque conmigo no funciona. Dígame “puta”, directamente. Si usted desea, claro está. Pero, negocios son negocios. ¿Cuánto vale una violación? ¿Cuánto vale su prestigio? Yo sólo digo: un millón de dólares.

REBECA: (Entre dientes y con rabia) ¿Si ahora mismo bajo con esa cantidad de dinero, me promete que dejará en paz mi vida, la de mi marido y la de nuestra compañía?

IRIS: ¿Basta mi palabra o quiere que hagamos un recibo?

REBECA: Muy bien. Espéreme un minuto y tendrá lo que desea. (Se levanta para irse).

IRIS: ¡Señora Company! (Rebeca gira su rostro para ver a Iris, quien escupe el té). Tiene un sabor exquisito. Sin embargo, ya me hastié. (Le estira el pocillo para que Rebeca lo recoja).

REBECA: ¡¡¡Era Gyocuro!!! ¡Era Gyocuro imbécil! (Toma el pocillo y se va indignada).

IRIS: (Susurrando) Perra…

(Iris saca un cigarrillo de su cartera y lo enciende. Mientras fuma, aparece León María detrás de Iris. Silencioso deja un maletín en el suelo y carga lentamente un revólver. Se toma su tiempo. León María coloca el revólver en la cabeza de Iris).

LEÓN MARÍA: No grite, ni se mueva un centímetro, a menos que quiera que destroce con plomo su cabeza. Asienta lentamente, si quiere prolongar su vida. (Iris asiente). Perfecto. Deme ese cigarrillo, por favor. (Iris le pasa el cigarrillo. León María fuma). Muchas gracias, señorita. Ahora responda, ¿ha escuchado alguna obra de Johann Sebastian Bach?

(Iris, muy asustada, niega con su cabeza. León María se muestra sorprendido. Apagón).

lunes, 21 de noviembre de 2011

Alelo 334, adelanto dramatúrgico de "Infidelidad 2"



Escena cuarta
“ALELO 334”


(Luz general. Samantha va a proscenio, con bata, muy sobria. Se dispone a dar una conferencia, su audiencia es el público).

SAMANTHA: ¿Es usted infiel? ¿Ha sido usted infiel? Señor, ¿es usted fiel? Señora ¿ha sido infiel alguna vez? ¿Usted ha sido infiel? ¿Le gusta ser infiel? ¿Disfruta ser infiel? Señor, ¿le gusta la infidelidad? ¿Quién ha sido infiel acá? ¿Podrían levantar la mano quienes han sido infieles, por favor? ¿Quién está siendo infiel en este momento? ¿Usted? ¿A alguien le incomoda ser infiel? (Pausa, piensa un poco) Mi esposo me dice “la bestia”… (Retoma la conferencia) ¿Le han reprochado ser infiel? (Continúa con tono académico) Hace un par de años, una investigación científica realizada con parejas heterosexuales reveló que la infidelidad era una cuestión genética. La culpa de la infidelidad es del alelo trescientos treinta y cuatro. Eh… señora ¿tiene usted el alelo trescientos treinta y cuatro? Señor, ¿le gusta tener el alelo trescientos treinta y cuatro? ¿Podrían levantar la mano aquellos que tienen el alelo trescientos treinta y cuatro, por favor? Aquellas personas con el alelo trescientos treinta y cuatro tienen tendencias promiscuas además de ser más hábiles para mentir que el resto de las personas... ¿Alguien es infiel acá? ... Parece que son buenos para mentir, eso quiere decir que son poseedores de ese alelo. Bueno, quiero decirles que ese estudió arrojó como resultado que tres de cada cinco personas están determinados genéticamente, es decir, tres de cada cinco personas de la población tienen tendencias biológicas y evolutivas para engañar a su pareja. Tres de cada cinco personas que me están escuchando tienen el alelo trescientos treinta y cuatro… Así es, (señalando al público uno por uno) Usted es infiel, usted también, usted no es fiel y usted y usted sí son buenas personas… usted es infiel, usted también, usted no es fiel, y usted y usted sí son buenas personas… podemos contar así hasta el final de la sala sin ningún inconveniente…  (Mira con sorpresa) ¿Qué? ¿Les da vergüenza? Tranquilos… eso tiene sus ventajas… Ahora las peleas entre parejas pueden ser como en el siguiente ejemplo…. ¡¡¡Cantalicio!!!

CANTALICIO: ¿Señora?

SAMANTHA: ¿Es usted infiel?

CANTALICIA: Ojalá pudiera señora…

SAMANTHA: ¡Cállese! ¡No le mienta a la audiencia! Sé perfectamente que usted se acuesta con muchas… y tal vez con muchos… ¡o al menos con pocos!

CANTALICIO: Pero no es culpa mía, la culpa es del alelo trescientos treinta y cuatro…

SAMANTHA: ¡Miente! Usted carece de ese alelo… (Cantalicio va a replicar, pero Samantha le hace retirar con una seña, la misma con los que todos los personajes lo hacen retirar. Cantalicio sale). Como se puede apreciar, es un hecho que, aunque la mayoría de nosotros estamos determinados para ser infieles, nos avergonzamos de ello. Esta actitud debe cambiar. Nuestra vergüenza se debe a que nuestra conducta la han reprochado moral y socialmente. Sin embargo, como la mayoría de las acciones humanas, el acto infiel está tan determinado como la caída de una piedra sin una fuerza de resistencia que la detenga. La vida humana está condenada a la relación de causa y efecto, así como cualquier entidad de la naturaleza. (Furiosa) ¡Así que no me culpen por adúltera! (Cae en cuenta de su error) Perdón, quiero decir que si estamos determinados a ser infieles, del mismo modo en que dos polos de la misma carga están determinados a repelerse, entonces es un error que reprochen, moral o socialmente, nuestra promiscuidad. (Emocionada) ¡Viva la promiscuidad! ¡Viva la poligamia! ¡Vivan los coitos pluralistas! (Cae en cuenta que está en un evento académico) Perdón. Lo que quiero decir es que la infidelidad no es mala como muchos creen, pues no está en nuestras manos el tomar la decisión de acostarnos con otro o con otra. Alguien podría decir que no importa en absoluto la existencia del alelo trescientos treinta y cuatro. Los actos de infidelidad nos indignan y eso es suficiente para que sean actos reprochables. Pero uno también se puede indignar cuando nuestra pareja se indigna porque le pusimos los cuernos. (Cambia el tono, tiene rabia) Me indigna cuando mi esposo me hace algún reclamo, no es mi culpa. Por favor, cuando les digan que ser infieles está mal respondan que no es culpa de ustedes, digan que todo es culpa del alelo trescientos treinta y cuatro, ustedes están libres de responsabilidad moral. (Retomando) Disculpen, volviendo a nuestro tema, tampoco es verdad que la infidelidad sea reprochable socialmente, ya que la infidelidad no pone en peligro nunca la estabilidad social. Por el contrario, podemos decir que la infidelidad es un rasgo evolutivo debido a que multiplica las posibilidades de reproducción y, por lo tanto, de supervivencia de la especie. Cuando les digan que ser infiel está mal, respondan, por favor, que están haciendo un uso inadecuado del lenguaje. En efecto, pocas personas saben hablar bien. Algunos amigos me dicen perra, yo les contesto: - No, no soy una perra, soy una doctora… aunque no lo crean son cosas distintas. Perdón, ¿alguien de los acá presentes es infiel? ¿Alguien tiene un alelo trescientos treinta y cuatro sin usar? Me urge, el mío ha sido inutilizado ya por mucho tiempo…. Hay que ser buenos usuarios del lenguaje, algunos amigos me dicen que soy una puta, yo les digo que no, no soy una puta, soy una psiquiatra. Ambas palabras se parecen porque comienzan con ‘p’, pero son cosas diferentes. No todas las perras son psiquiatras, aunque tal vez todas las psiquiatras si sean putas…. Perdón, tal vez todas las psiquiatras sean doctoras, y no todas las doctoras son perras; por lo tanto, no todas las psiquiatras son putas, aunque no parezca. El caso es que no usamos bien el lenguaje, a veces no manejamos bien la lengua. Mi esposo, por ejemplo, me dice “la bestia”… (Se entristece en extremo, llora, incluso grita y va de un lado al otro del escenario)  la bestia, la bestia, la bestia… mi esposo me dice la bestia… soy una bestia… no, no, no… no es mi culpa,… soy una bestia, pero no es mi culpa (mira al público, derrotada y avergonzada). Lo siento, sé perfectamente que un científico no puede mirar con lágrimas un microscopio. Sí, soy una bestia, pero no me juzguen, no es mi culpa. ¡¡¡Es culpa del alelo trescientos treinta y cuatro!!! ¡¡Mi esposo me dice la bestia!!! Pero esta muerto... muerto, muerto... y me lo sigue diciendo. ¿Cómo ser fiel a un cadáver? Los esqueletos no tienen esperma... ¡No es mi culpa!

sábado, 3 de septiembre de 2011

Cadena de homicidios asistidos o la demostración de que el amor de corazón sí alimenta en las mañanas y no tiene ningún precio

-Escena para que jamás sea puesta en escena-





Personajes en orden de aparición:
           
Un cadáver.
            Jaime, esposo de Teresa.
            Norma, esposa de Pedro.
            Pedro, obviamente esposo de Norma.
            Teresa, obviamente esposa de Jaime.


(Jaime y Norma se besan apasionadamente en un sofá de color rojo, al lado del cual se encuentra un cadáver).

Jaime: Te amo hasta las estrellas.

Norma: Eso le dices a cualquiera.

Jaime: Sí, por eso te lo digo, porque eres una cualquiera.

Norma: Eres tan romántico, no sé qué sería de mi sin ti.

Jaime: Serías de igual modo una cualquiera.

Norma: Ay qué hermoso. ¡Hasta las estrellas te amo!

(Jaime y Norma se besan apasionadamente otra vez. Entra Pedro, furioso y tomando a Jaime por el cuello).

Pedro: ¡Miserable! ¡Te has metido con mi esposa! ¡Me la vas a pagar!

Jaime: ¡Tranquilízate Pedro! Yo te la voy a pagar. Dime, ¿cuánto vale?

Pedro: ¿Cuál es tu oferta?

Jaime: Toma cien dólares.

Norma: ¿Cien dólares? ¡Me parece un precio exagerado!

Pedro: Creo que es la primera vez desde que nos casamos que dices algo inteligente.

Norma: Es verdad mi amor. Intentaré seguir siendo una estúpida.

Jaime: Así podremos excitarnos todos.

Pedro: Por tal razón, creo que Norma tiene razón. Cien dólares es un precio exagerado.

Jaime: Bueno, entonces te daré ciento diez dólares.

Pedro: Dame cincuenta.

Jaime: Demasiado poco. Te ofrezco ciento cuarenta.

Pedro: No. Dame diez dólares y podrás hacer con mi esposa todo lo que quieras, pero con la luz prendida.

Jaime: Insisto. Toma ciento setenta dólares y que no se hable más.

Pedro: Sabes que no es justo. Lo mejor que podemos hacer es que yo te pague cincuenta dólares y les haga mañana el desayuno.

Jaime: Me siento un poco mal del estómago después de adulterar, pero aceptaré el trato.

(Pedro extrae cincuenta dólares de su billetera y se los da a Jaime quien los guarda).

Norma: Se ven tiernos cuando negocian con mi cuerpo.

Pedro: ¡Cállate si no quieres ser descuartizada!

Norma: Eso me encantaría, pero después del desayuno.

Jaime: Podemos comenzar por cortarte uno de tus brazos.

Pedro: Así además quitaríamos por completo el fétido olor de tus axilas.

Norma: Esperaré ansiosa.

Jaime: Todos detestamos la ansiedad.

Pedro: Es un sentimiento noble si se acompaña de moderación. Tú eres moderada y eso nos da asco.

Norma: El asco es una reacción normal causada por la vida.

Pedro: ¿Qué buscas?

Norma: Que me maten.

Jaime: Es una excelente idea.

Pedro: (A Jaime) Te daré cincuenta dólares si eres capaz de arrancarle el corazón con una mano.

Jaime: ¡Hecho! De paso puedo acariciarle a tu esposa los pezones.

(Pedro extrae cincuenta dólares de su billetera y se los da a Jaime quien los guarda).

Norma: Estoy lista.

(Con parsimonia, Jaime desgarra el seno izquierdo de Norma quien jadea de placer. La sangre empieza a ser visible cuando los dedos comienzan a penetrar en la carne de Norma quien suda y grita sonriente. Pedro sentado y con las piernas cruzadas, fuma mirando la escena, inexpresivo. Luego de un momento la mano de Jaime ha penetrado totalmente en la piel de Norma, quien tiene los ojos muy abiertos porque sabe que los segundos de vida que le quedan son muy pocos. Intenta sonreír pero no puede. Se nota asfixia en su expresión. Pedro sigue fumando, inmutable. Jaime tironea con fuerza para arrancar el corazón de Norma. Sin embargo, con cada tirón el cuerpo entero de Norma se desplaza con fuerza hasta el pecho de Jaime salpicándole sangre en la cara. Pedro ríe un momento y sigue fumando. Jaime coloca uno de sus pies en la cara de Norma, que ya parece muerta. Respira profundo llenando con bastante aire sus pulmones y hala con mucha fuerza. Entonces se ve cómo logra desprenderse el corazón. Pedro apaga el cigarrillo y busca un plato para que Jaime deje allí el corazón. El cadáver de Norma derrama sangre por toda la alfombra).

Jaime: ¿Por qué pones ese corazón en ese plato?

Pedro: Ése será el desayuno de mañana.

Jaime: Me gustas. Eres muy romántico.

Pedro: ¿Hacemos el amor?

Jaime: Bueno, pero déjame pagarte cien dólares por eso.

(Jaime extrae cien dólares de su billetera y se los da a Pedro quien los guarda).

Pedro: No voy a discutirlo.

(Jaime y Pedro se besan apasionadamente en un sofá de color rojo, al lado del cual se encuentra el cadáver de Norma y otro más).

Pedro: Te amo hasta las estrellas.

Jaime: Eso le dices a cualquiera.

Pedro: Sí, por eso te lo digo, porque eres una cualquiera.

Jaime: Eres tan romántico, no sé qué sería de mi sin ti.

Pedro: Serías de igual modo una cualquiera.

Jaime: Ay qué hermoso. ¡Hasta las estrellas te amo!

(Jaime y Pedro se besan apasionadamente otra vez. Entra Teresa, furiosa y tomando a Pedro por el cuello).

Pedro: ¡Miserable! ¡Te has metido con mi esposo! ¡Lo vas a pagar!

Jaime: ¡Tranquilízate Teresa! Yo te lo voy a pagar. Dime, ¿cuánto vale?

(Apagón).

domingo, 12 de junio de 2011

Mi tío y la pesca

Dedicado a mi tío Eduardo,
Quien me contó el sórdido esqueleto de esta historia



—Píquela y verá que no se nota—. Eso dijo mi tío cuando advirtió mi asco al ver la cabeza del pescado que me serviría de comida aquella tarde. ¿Quién iba a pensarlo? ¡Nadie! Me supo delicioso. Ese sabor salado que irrumpía en mi paladar aún permanece en mis recuerdos. ¡Cómo olvidarlo! Los verdaderos banquetes se dan cuando el hambre se presenta de manera abrupta. Como aquella tarde. ¿Quién iba a pensarlo? ¡Nadie!

Tan sólo seis meses atrás, Botella (o “alias Botella” como le decían los buenos), se revolcaba con Janeth, la puta del pueblo. Mientras yo escapaba con mi tío por la amenaza de los elenos, Botella tenía un orgasmo, incrustado entre las piernas de Janneth, las cuales parecían patas de garza. Jadeando, como un perro, Botella echó su barriga sobre las tetas sudadas de la puta, bella y joven. Janeth aguantó el aire en sus pulmones hasta que su cliente, borracho a esas alturas de la noche, tomó fuerzas del vacío de su ingle y logró apoyarse en sus brazos para levantar su estómago. Entonces Janeth pudo respirar.

            —Son quince mil— dijo asustada.
—No sea huevona— dijo Botella mientras con dificultad extraía cien mil pesos del pantalón tirado en el suelo. —Cómprese ropita que así como está se le ve la muñequita— le dijo mientras le salía una risa atorada en los gargajos, porque pensaba que era misericordioso. ¿Quién iba a pensarlo? ¡Nadie!

Seis orgasmos múltiples al tiempo que con mi tío cruzábamos la salida del pueblo. El pueblo amado. Pueblo de mis abuelos, de mis padres. De mi tío. Mi pueblo. Pueblo de la sangre. Pueblo del que fuimos expulsados esa noche, porque a los elenos, sin culpa, habíamos traicionado. Seis orgasmos de los paras. Simultáneos. Con las seis putas más lindas del pueblo, entre las cuales, por supuesto, estaba mi hermana, quien practicaba conmigo en las mañanas para hacer un buen trabajo por las noches. No entiendo por qué sobre ella recayó la culpa. —Mi nieta es puta, pero pura— decía mi abuela cuando le hablaban de ese tema. Obviamente yo así lo creía. Ella no fue la responsable de traer el sida a nuestro pueblo. Fue Janeth, aunque nadie lo creía porque era la más bonita entre las seis. ¿Quién iba a pensarlo? ¡Nadie! Porque tenía las tetas más grandes en la historia de mi pueblo y porque era la que tenía menos caries.

            —¡Vamos a matarlas!— dijo, entre rabia y dolor, el comandante de los paras. Lo dijo en el momento en que mi abuela, agonizante, luchaba por aferrarse a la vida material. —¡Matemos a esas malparidas!— dijo Botella con su rostro lleno de lágrimas, mocos y aguardiente, sin comprender muy bien el significado de portar el sida. Horas más tarde, cuando mi abuela ya veía todo desde el espacio inmaterial, las seis estaban contra el muro de la iglesia, golpeadas y con sus cuerpos cubiertos de sangre un poco coagulada por la atmósfera. Entre ellas, Janeth y mi hermana, quien me había enseñado el arte de cabalgar entre las sábanas así como el amor entre fluidos.

            —¡Prostitutas de mierda!— gritó el comandante después de que se escucharon veinte tiros. Mi abuela miraba. Mi hermana se acercaba a ella sin el cuerpo. Mi abuela ahogada en llanto se decía: —Mi nieta es puta, pero pura—. Y el alma de mi hermana se aferró al de mi abuela, para consolarle, sin que ella lo supiera.

            —¡Métanla en la bolsa de una vez!—.
            —Mi comandante, no cabe— le respondió Botella.
            —¡Píquela y verá que no se nota!— respondió el comandante, con parsimonia y ya sin ira. Entonces Botella sacó el machete de la funda y descuartizó el cuerpo de mi hermana. Y ella, desde el espacio inmaterial, sonrió, pues comprendió al ver su propio cuerpo, hecho pedazos, que era más bonita que Janeth.

Yo supe que mi tío sentía el mismo miedo. Me bastó con observar cómo miraba la caña con la que estábamos pescando. ¿Quién no siente terror al volver al pueblo del que lo sacaron los elenos? Pero no dije nada. No tenía sentido decirlo. Había muerto su madre y su sobrina. Había muerto mi abuela y mi hermana. ¿Cómo no volver al pueblo?

—Píquela y verá que no se nota—. Eso dijo mi tío cuando advirtió mi asco al ver la cabeza del pescado que me serviría de comida aquella tarde. ¿Quién iba a pensarlo? ¡Nadie! ¿Quién iba a pensar que los paracos echaron los cadáveres de las seis prostitutas en el río? ¡Nadie! ¿Y quién iba a pensar que entre los cuerpos ya sin vida estaban los pedazos del sida de Janeth y de mi hermana? ¡Nadie!

Nadie imaginó que los peces que mi tío y yo nos tragamos eran mortecinos y, por hambre, se habían comido el sida de las putas. Les supo delicioso. Los verdaderos banquetes se dan cuando el hambre se presenta de manera abrupta. Volví al pueblo de mis padres porque mi abuela y mi hermana estaban muertas. Volví con miedo, como mi tío. Pero a nosotros no nos mataron los elenos, ni los paras. A mí me mató mi hermana, haciéndome el amor en la boca con forma de cabeza de pescado. Mi abuela y mi hermana lloraron al ver la manera en que comíamos. Y el alma de mi tío, con la mía, se acercaba a la de ellas, para consolarlas, sin que ellas lo supieran.

domingo, 13 de febrero de 2011

Imposibilidad Fáctica


Otto no despertó el domingo en la mañana. En realidad lo que hizo fue recobrar la consciencia, al menos a medias, pero en realidad, en toda la noche no cerró sus ojos. Se llevó la mano debajo del buzo, se retiró la camiseta y luego la llevo hasta debajo de sus calzoncillos, en donde se escondían sus partes íntimas y una botella de aguardiente barato. Abrió con lentitud la tapa y se echó un sorbo en la boca. Entonces se sintió animado. Con su otra mano buscó el bolsillo izquierdo de su pantalón, insertó su mano y de inmediato sudó frío, porque se le había acabado el bazuco. Tembló, sintió su espalda helada y quiso vomitar. Se orinó en sus pantalones, aunque no se preocupaba por ello, ya que sabía que en todo caso sus vestiduras emanaban un olor fétido e inmundo.

Se levantó como pudo, escupiendo hacia cualquier lado y untando sus brazos, sus manos y sus piernas con sus propias flemas y babas. Caminó hasta encontrar personas. Sin pudor le gritaba a quien se atravesaba en su camino, pidiendo monedas para un pan. Todos lo evadían, como era la costumbre, pero esta vez con más asco, por su estado. «No puedo pedir plata si estoy llevado» se decía asimismo un tanto resignado. Pero vio que cruzando la calle donde estaba había una pequeña iglesia evangélica. «Estos hijueputas la madre que algo sí me dan» pensó mientras reía. Caminó con pasó rápido, y sin pensarlo entró y se sentó en una silla. Nadie lo miró, ni lo juzgó. Por el contrario, una señora que estaba unos puestos por delante se giró y le sonrió mirándole a los ojos. Un pastor en el altar hablaba pero Otto no entendía nada, sólo quería bazuco.

Para llamar la atención, Otto se subió sobre la silla en la que se había sentado, se bajó los pantalones un poco y dirigió su trasero hacia el altar mientras gritaba: —¡Me cago en el Evangelio, cristianos malparidos!—. Hubo un silencio momentáneo, pero uno de los feligreses de la iglesia de inmediato hizo bajar a Otto y, de buena manera, salió con él de la iglesia. «Ahora va a llamar a los perros» se dijo. Pero el hombre no llamó a la policía. Lo convenció de ir a un parque cercano y allí se sentaron. El hombre le habló de la Biblia y Otto quiso dormir. No obstante, segundos después, las palabras del hombre le parecieron cautivantes, más que por su contenido, por el hecho de que alguien que él consideraba normal le estuviese hablando, incluso abrazando en algunos momentos.

—¡Eso es! A mí sólo me falta eso, amor—. Dijo Otto. Se entusiasmó, así que se llevó las manos al sexo y sacó la botella de aguardiente. El hombre le pidió el favor de que no tomara eso en su presencia. Otto se rió, se levantó, y botó la botella en una caneca pública del parque. El hombre sonrió, le dio mil pesos para que se comprar un café.

—Prométame que no se los va a fumar— le dijo el hombre mientras estrechaba la mano de Otto.
—Tengo huevo si me trabo. Todo bien. Yo vengo el otro domingo a la iglesia y voy a ahorrar para venir bañado— respondió Otto mientras de sus dientes chuchos llovía saliva mezclada con pus.

Otto, pleno de alegría, corrió buscando una tienda. Al encontrarla, sus ojos brillaron, lo que no ocurría desde su infancia, desde la última vez que su madre le había besado la frente, antes que su padre la matara. Se sintió persona nuevamente. Pero no alcanzó a dar ni siquiera un paso en el establecimiento y un hombre grande con un cuchillo gigante en su mano lo empujó y le ordenó que lo dejara en paz. Otto quedó extrañado. Se sentía orgulloso, pleno, digno, pero de inmediato se sintió avergonzado y con rabia. —Todo bien. Ya me voy— fue lo único que dijo.

Siguió caminando, contento, feliz. Pero su alegría fue disminuyendo paulatinamente y se agotaba con el tiempo. En ninguna parte lo atendían. Aunque Otto intentaba explicarles a todos que tenía dinero, que no estaba pidiendo limosna, que no pretendía robar, sino sólo comprar un café, no había alguien que no lo discriminara por su aspecto, pero, sobre todo, por su olor. Intentó cerca de unas veinte veces, hasta que la ira lo cubrió casi por entero y a la última mujer que lo miró mal y le dijo a gritos que se fuera, le contestó con dialecto callejero:

—¡Gonorrea! ¿Qué hago con estos mil pesos? ¡¿Quiere que me limpie el culo!?—.

Otto comenzó a correr sin saber bien para dónde. Luego recordó al hombre de la iglesia. Quiso llorar pero no lo hizo, sino que corrió más rápido. Atravesó cuadras y calles sin que le importaran los autos ni las personas que se atravesaban a su paso. Al llegar a la iglesia pateó con fuerza una pared, porque estaba cerrada. Fue al parque a buscar a aquel hombre, pero no había nadie. Sólo un par de niños jugando con una pelota vieja y malgastada. Los niños lo miraron con miedo y curiosidad.

—¡¡¿Qué hijueputas? ¿Les doy miedo pirobos, o qué?!!— les gritó. Los niños salieron corriendo de inmediato. Otto se sentó en una banca. La misma en donde había estado con el hombre que le transmitió paz por un momento. Se llevó la mano debajo del buzo, se retiró la camiseta y luego la llevo hasta debajo de sus calzoncillos, en donde se escondían sus partes íntimas. No encontró lo que buscaba. Recordó. Fue hasta la caneca de basura pública, escarbó un poco y retiró una botella de aguardiente barato. Abrió con lentitud la tapa y se echó un sorbo en la boca. Entonces se sintió animado. Sin embargo, pensó que se encontraba ante una imposibilidad fáctica y, como decía su padre, jamás podría dejar de consumir y siempre sería un drogadicto de mierda. Con su mano izquierda buscó el bolsillo de su pantalón, insertó su mano y de inmediato sudó frío, porque no encontró bazuco. Tembló, sintió su espalda helada y quiso vomitar. Se orinó en sus pantalones, aunque no se preocupaba por ello, ya que sabía que en todo caso sus vestiduras emanaban un olor fétido e inmundo. Con su mano derecha, buscó en el otro bolsillo y retiró de allí los mil pesos que el hombre le había dado.

Otto no despertó el lunes en la noche. En realidad lo que hizo fue recobrar la consciencia, al menos a medias, pero en realidad, ni la noche anterior ni en todo el día cerró los ojos. Recobró la consciencia al ver la balacera, al sentirla cerca y al comprender que había llegado su momento.

—Dios, si no tenía otra opción, ¿por qué me mandas a los perros?— dijo Otto mientras se incorporaba un poco y veía cómo varios policías intercambiaban tiros con otros drogadictos de la olla. «Y yo que pensaba ir el otro domingo a la iglesia, limpio y bien bañado». Observó unos segundos sin moverse, como una roca, imperturbable. Otto murió por una bala que atravesó sus intestinos, mientras recordaba cómo su padre había apuñalado a su mamá y cómo la sonrisa de su madre se parecía a la sonrisa del hombre que, por algunos minutos, le había dado una esperanza además de un billete de mil pesos.

miércoles, 2 de febrero de 2011

La Gata




—¿Cómo se siente comerse una rata? Dime gata, ¿cómo se siente?— preguntó Rodrigo, cuando su esposa le servía el desayuno. La noche anterior, Martha se había acostado apenas con un cliente que le pagó mal. «Veinte pesos por quince minutos. Veinte pesos en toda la noche. Por una rata» pensaba Martha cuando ya anticipaba lo peor, lo de costumbre.

Rodrigo sólo necesito echarse una cucharada en la boca para arrojarle el caldo caliente a las piernas de su esposa. —¡Sólo sabes tirar! ¡No sirves para nada más!—. Entonces se levantó de la mesa, la golpeó en la cara hasta que la sangre fuera visible y, como de costumbre, la llevó hasta al lavadero, le subió la falda a las malas y tomándole fuertemente por la nuca le penetraba con violencia. —¿Así te comes a las ratas?, ¿así te sientes?—.

Cuando Rodrigo salió de la casa, Martha, recostada en la cama con los pies en la cabecera, lograba ver entre lágrimas cómo su esposo atravesaba el portón viejo y desmejorado por el tiempo. Las lágrimas distorsionaba su realidad, entonces se enteró sólo por el ruido que estaba sola, como siempre, como en las mañanas cuando su esposo se iba a emborracharse después de lastimarla, como en las tardes, cuando el insomnio la atormentaba con recuerdos, como en su infancia, en la que era violada por su tío y como en las noches, cuando cobraba por su sexo para alimentar a su marido. Esa tarde de enero tuvo, sin embargo, algo que no se sumía en la rutina a la que estaba acostumbrada. Tuvo una idea. Entonces su cuerpo se llenó de adrenalina, de miedo y, tan sólo por un instante, de felicidad.

Martha se levantó de la cama y comenzó, después de muchos años, a percibir las impresiones que marcaban sus sentidos. Sintió la baldosa fría en sus pies, hasta sentir dolor. Vio que la casa se había hecho tan vieja como ella. Lo confirmó al escuchar los automóviles que se paseaban al frente de su casa. Pasó su lengua por sus labios y saboreó su propia sangre mezclado con lágrimas. Olió ese repugnante aroma, cerró sus ojos y comenzó a caminar, guiada por su olfato. Atravesó toda su casa con pasos más o menos rápidos. Abrió el portón y salió de su casa sin mirar a su alrededor. Atravesó la carrera quinta y no se inmutó con la frenada del camión. No contestó a los saludos de vecinos, ni sonrió por los comentarios morbosos de sus clientes de esa misma cuadra. Tomó la calle diecinueve hasta la carrera sexta y giró a la derecha, esquivando transeúntes, descalza y guiada sólo por su nariz. Asombrada, con los ojos abiertos como una lechuza, se detuvo a la mitad de la cuadra. Bajó su mirada y vio una alcantarilla destapada. No tuvo asco ni pudor. Bajó las escalinatas y dio un pequeño salto. Sintió luego cómo las aguas sucias y teñidas de excremento la mojaban hasta un poco más abajo de sus rodillas. Caminó algunos metros, giró su cabeza a la derecha y entonces se miraron fijamente.

«Se parece a Rodrigo» pensó Martha. Imaginó por unos segundos que ella también le encontraba parecido con alguien, porque parecía inmutable. La rata dio algunos pasos leves y Martha no dudó en tirarse sobre ella antes que escapara. La cogió con una mano pero al advertir lo grande que era, tuvo que cogerla del hocico con la izquierda, sintiendo entre sus dedos el mover de sus bigotes. Imaginó que era su marido y apretó más fuerte. Corrió entonces a las escalinatas de la alcantarilla y subió, apoyándose con una mano y apretando la rata con su otro brazo contra sus senos para que no se le escapara. Se incorporó con tranquilidad sobre la carrera sexta y volvió a buscar la avenida diecinueve, ante la sombrosa mirada de transeúntes y los gritos de mujeres al ver cómo Martha caminaba con la rata entre sus manos. Tomó la carrera quinta y sus vecinos imperturbables la miraban.

—Ahora entiendo por qué le dicen “la gata”— exclamó Jaime, el zapatero, cuando la vio entrando a su casa, que quedaba justo al frente de su anticuado taller. —Jamás me volveré a revolcar con ella, ni porque me inviten mis amigos—. La observó paso a paso, y cuando Martha se giró para cerrar el portón, creyó que la rata lo miraba fijamente a sus ojos. Jaime vomitó en el acto.

Rodrigo sólo necesito echarse una cucharada en la boca para sentirse a gusto con la cena de su esposa. Ese día noche celebraban su aniversario y Martha no había ido a trabajar. —¡A veces pensaba que no sabías cocinar y que sólo sabías tirar! ¡Pero esto está realmente bueno!—. Rodrigo saboreaba, Martha lo miraba fijamente y recordaba cómo había degollado en la cocina a la rata y con la cabeza le había dado sabor al caldo que su esposo ya se había tomado. Rodrigo se pasaba la lengua por los labios y Martha sonreía pensando en cómo con mucha paciencia había quitado el pelaje de la rata con el cuchillo. Rodrigo descansaba por momentos, tomando impulso para seguir en la labor de alimentarse y Martha se regocijaba, pues veía en su memoria el momento en que metió la rata, blancuzca, sangrienta y sin cabeza en la olla de agua hirviendo. Rodrigo pasaba una servilleta por su boca y Martha rememoraba cómo había despresado al animal, como a un pollo, para luego fritarlo. Cuando Rodrigo terminaba ya los espaguetis, Martha casi no puede evitar la risa, pues sabía que entre ellos se escondía la cola de la rata.

—Estuvo delicioso, no sé por qué no comiste también tú. Es la primera vez que preparas algo bueno— dijo Rodrigo luego de eructar y de pasar su mano por la panza.

—Me alegra que te haya gustado. Ahora sabes lo que es comer una rata— contestó Martha a la vez que lloraba y reía.

—¡Gata de mierda!— gritó Rodrigo luego de un silencio breve.

Jaime, el zapatero, fue el único escuchó el disparo de esa noche. Pero sólo hasta la mañana siguiente, los vecinos se enteraron de que Rodrigo había comido rata y de que la gata había muerto de un balazo en la cabeza la noche de su aniversario.

lunes, 10 de enero de 2011

Taxis, golpes y tequilas


Justo cuando percibió ese nauseabundo olor, Nelson recordó lo que había sucedido la noche anterior. Lo confirmó al ver su muñeca derecha con una herida abierta. Se precipitó a buscar alcohol para calmar la herida mientras en su cabeza intentaba reconstruir de manera lineal los hechos ocurridos.

—¿Dónde es su casa?— Le preguntó insistente.
—No recuerdo— respondió Albeiro en un tono más que ebrio.
­—¡Me van a dañar toda la noche!— Exclamó el taxista.
—Tranquilo que yo vomité dentro de mi maleta—. Replicó Albeiro.

«Qué diálogo tan imbécil» pensó Nelson a la vez que contemplaba su cicatriz. Nelson era un católico muy creyente, pero detestaba ir a confesarse. Nunca supo muy bien por qué, pero prefería hablar de sus pecados a oídos de un taxista. Con ellos, pensaba Nelson, había una complicidad que no podía existir  con otro ser en el universo. Los taxistas eran para Nelson unos simples entrometidos en la vida ajena pero sin intención, sino por el triste hecho de que sólo en ello radicaba su felicidad. «Los taxistas —se decía Nelson esa mañana— aprueban todas mis acciones, mis pensamientos, los comprenden y fingen hipócritamente estar de acuerdo para recibir una propina extra. Sólo cuando hablan de política son detestables. Y entonces uno se convierte en el que hipócritamente aprueba sus dictámenes que no se fundamentan más allá de lo que escuchan en la radio. Los odio, pero son joviales».

Antes de tomar el taxi la noche anterior, Albeiro, en un estado en el que no se sabía si estaba borracho o lo fingía, se tambaleaba al salir del baño, mientras Humberto caminaba a su lado para pedir otro tequila. Al cruzar el baño, Albeiro vio a una mujer estúpida que no tenía mucho de graciosa y mucho menos de belleza. Era una mujer normal que, por el elogio de sus amigos impedidos, creía ser más de lo que era. Albeiro se sentía borracho, espontáneo y libre. No dudo, entonces, en apretarle el culo con sus manos. La mujer, que por su condición se sintió más feliz que cualquier otra cosa, intentó recriminarle a Albeiro sus acciones, con el fin de impresionar a sus amigos impedidos de la mesa. Gritó tratando de mostrar indignación. Lloró. Al advertir la situación, Humberto tomó a Albeiro por los hombros y lo condujo a la mesa donde estaba Jenny esperándolos a ellos y también a Nelson, quien había entrado al baño cuando de allí salieron Albeiro y Humberto. Jenny preguntó sobre la situación. Humberto la tranquilizó y se sentó junto con Albeiro.

—¿Qué carajos te pasa Albeiro? ¿Por qué lo hiciste?— preguntó Humberto.
—Por el hecho de subirle la autoestima a una mujer fea, qué más te puedo decir. Es una buena obra. Sigo la voluntad del Creador— respondió Albeiro en medio de una carcajada, pues, siendo ateo, sabía perfectamente lo bien que caía su comentario. Fue entonces cuando la mujer, quien no había parado de alegar, arrojó sobre los ojos de Albeiro medio vaso de cerveza. Jenny se levantó de inmediato intentando alejarla, mientras Humberto acudía a secarle la cara a Albeiro. En cuestión de segundos, la mujer se arrojó bruscamente para agredir a Albeiro. Lo hizo en parte como gata (por la forma) y en parte como perra (por su alma). Quiso con todas sus fuerzas arrancarle la nariz, pero sólo se llevó con un rasguño un pedazo de ella. Humberto alejó a la mujer con un leve empujón y entonces vino uno de los impedidos de la mesa.

Al contemplar, al otro día, la cicatriz en sus nudillos, Humberto reconoció que había cosas inexplicables en el mundo. Cosas que, por su conversación con Nelson, prefería atribuir al azar o a fallas causales. Lo que pasó esa noche había sido una de esas cosas. Humberto se sintió borracho, espontáneo y libre y al darse cuenta de que uno de los impedidos de la mesa se había levantado para cuidar a la mujer, no dudó en reventarle la boca con un puño. Se sintió como Aquiles destrozando sanguinariamente a Héctor. Creyó ser inmortal y pensó por un instante que el tiempo se había muerto.

Los meseros del lugar, conocidos de Humberto y de Nelson, retiraron a la mujer y al hombre que se miraba la sangre que tomaba con sus manos de la boca. Todo había pasado. Nelson salió del baño con una expresión de júbilo y jerga. Pero Jenny se levantó de inmediato y le dijo que se fueran. Minutos después, cuando ya estaban en el taxi y cuando ya habían dejado a Humberto en otro bar y a Albeiro en su casa, Nelson lamentó no haber estado en ese momento. Miró hacia el retrovisor y vio la cara de disgusto del taxista.

—No se preocupe— le dijo con sincera amabilidad —le pagaré el lavado de su taxi.

Realmente Albeiro había hecho añicos el taxi con su vómito, pero para Jenny y Nelson aquel suceso no tenía mucha relevancia.

—¿Cómo vamos a arreglar?— preguntó el taxista al detener el auto.
—¿Cuánto es el costo real de la carrera?— preguntó Nelson.
—Son diez mil pesos.
—Tome veinte mil y no se preocupe por el cambio— dijo Nelson mientras le alcanzaba un billete de esa cantidad, sabiendo que el lavado no valía más de cinco mil pesos. Pero fue en ese instante cuando advirtió que el taxista ponía una horrible cara, como si le estuvieran haciendo la circuncisión bajo el timón. Y entonces sucedió lo abusivo: el taxista reclamó más dinero. Como pudo, Nelson de mala gana tomó las monedas que había en sus bolsillos y las arrojó groseramente al que ahora era su enemigo.

Jenny tomó a Nelson de la mano y le pidió que ingresaran pronto al edificio. Nelson la siguió. Sin embargo, Nelson advirtió que el taxista llamaba por un radioteléfono a varios compañeros, diciéndoles que vinieran, que lo habían robado. Al otro día, mientras reconstruía los hechos, Nelson se sorprendió del modo en que deliberó la noche anterior. No estaba ebrio, pero los tequilas notablemente truncaban la secuencia limpia de sus ideas. Pero esa noche Nelson se sintió indignado e impotente. «Un taxista me está diciendo ladrón —pensaba para sí— ¡Un taxista!». Recordó que frente a él había una gigantesca estación de policía y supo entonces, después de veinticuatro años, lo útil que era vivir frente a ella. Pensó también, en menos de un segundo, que era el momento de tomar venganza. Lo que iba a hacer era, para Nelson, un deber cívico, una hazaña. Sin pensarlo más, se fue directo a donde el taxista. Lo observó como una fiera, como un animal. Le preguntó:

—¿Está diciendo que soy un ratero hijo de puta?

Nelson se sintió borracho, espontáneo y libre. Con más fuerza que estilo le reventó el pómulo con un revés. Quizás ésa era, se decía Nelson, la única oportunidad nítida en su vida de golpear a un taxista. «Fue sensacional» pensaba Nelson mientras se tocaba la herida en su muñeca. Siguió recordando. Pocos segundos después llegó el policía. Nelson calculó. «Lo haré mi cómplice». Acudió a él. Le explicó que la carrera costaba diez mil pesos, que le había dado veinte mil sin reclamar el cambio y que el taxista había amenazado con llamar a compañeros suyos para reprenderle. El policía le dio la razón pero le pedía que ingresara al edificio. Jenny gritaba desde la puerta y le pedía a Nelson que viniera. El taxista abordó al policía explicándole que el lavado del auto costaría mínimo veinticinco mil pesos. Nelson sintió más indignación (por él mismo y por el policía, pues pensaba que el comentario del taxista los pasaba por estúpidos). Al contemplar el panorama, Nelson decidió continuar con la venganza, así que mientras el policía hablaba con el taxista, Nelson se dirigió hasta el taxi. Con tranquilidad, sin ser advertido por nadie más que por Jenny, buscó dentro del auto veinte mil pesos. Los tomó, eran sus veinte mil. «Puedo vengarme más». Tomó otros veinte mil. Jenny volvió al taxi y preguntó a Nelson qué ocurría. Éste le explicó que estaba haciendo lo correcto, que estaba haciendo algo heroico. Jenny tomó una chaqueta que había quedado dentro del auto. Salieron. Nelson fue al taxista vituperándolo y humillándolo, maltratándolo como a una rata cobarde y miserable. Sacó de su billetera un billete de cincuenta mil pesos y se lo tiró en los pies. —Deme los veinte mil pesos que le había dado—. El taxista le dio el billete. Jenny y Nelson por fin entraron y durmieron.

—¿De quién es esta chaqueta?— preguntó Jenny al otro día. Nelson sonrió, pues advirtió que, la noche anterior, él llevaba un abrigo, Jenny un buzo, Humberto un chaqueta de cuero y Albeiro una de jean. Esa chaqueta debía ser del taxista. Se sintió feliz, porque vio completa su venganza. Tomó la chaqueta y notó que estaba impregnaba totalmente de un asqueroso y hediondo pachulí. Justo cuando percibió ese nauseabundo olor, Nelson recordó lo que había sucedido la noche anterior. Luego pensó en que Humberto debía tener la misma herida en los nudillos así como Nelson en su nariz. Sonrió y bendijo con su corazón al tequila. Lo veneró internamente como a un dios.

—¿Qué haremos esta noche?— preguntó Jenny.
—Eso es obvio. Beberemos tequila y luego tomaremos un taxi.