domingo, 12 de junio de 2011

Mi tío y la pesca

Dedicado a mi tío Eduardo,
Quien me contó el sórdido esqueleto de esta historia



—Píquela y verá que no se nota—. Eso dijo mi tío cuando advirtió mi asco al ver la cabeza del pescado que me serviría de comida aquella tarde. ¿Quién iba a pensarlo? ¡Nadie! Me supo delicioso. Ese sabor salado que irrumpía en mi paladar aún permanece en mis recuerdos. ¡Cómo olvidarlo! Los verdaderos banquetes se dan cuando el hambre se presenta de manera abrupta. Como aquella tarde. ¿Quién iba a pensarlo? ¡Nadie!

Tan sólo seis meses atrás, Botella (o “alias Botella” como le decían los buenos), se revolcaba con Janeth, la puta del pueblo. Mientras yo escapaba con mi tío por la amenaza de los elenos, Botella tenía un orgasmo, incrustado entre las piernas de Janneth, las cuales parecían patas de garza. Jadeando, como un perro, Botella echó su barriga sobre las tetas sudadas de la puta, bella y joven. Janeth aguantó el aire en sus pulmones hasta que su cliente, borracho a esas alturas de la noche, tomó fuerzas del vacío de su ingle y logró apoyarse en sus brazos para levantar su estómago. Entonces Janeth pudo respirar.

            —Son quince mil— dijo asustada.
—No sea huevona— dijo Botella mientras con dificultad extraía cien mil pesos del pantalón tirado en el suelo. —Cómprese ropita que así como está se le ve la muñequita— le dijo mientras le salía una risa atorada en los gargajos, porque pensaba que era misericordioso. ¿Quién iba a pensarlo? ¡Nadie!

Seis orgasmos múltiples al tiempo que con mi tío cruzábamos la salida del pueblo. El pueblo amado. Pueblo de mis abuelos, de mis padres. De mi tío. Mi pueblo. Pueblo de la sangre. Pueblo del que fuimos expulsados esa noche, porque a los elenos, sin culpa, habíamos traicionado. Seis orgasmos de los paras. Simultáneos. Con las seis putas más lindas del pueblo, entre las cuales, por supuesto, estaba mi hermana, quien practicaba conmigo en las mañanas para hacer un buen trabajo por las noches. No entiendo por qué sobre ella recayó la culpa. —Mi nieta es puta, pero pura— decía mi abuela cuando le hablaban de ese tema. Obviamente yo así lo creía. Ella no fue la responsable de traer el sida a nuestro pueblo. Fue Janeth, aunque nadie lo creía porque era la más bonita entre las seis. ¿Quién iba a pensarlo? ¡Nadie! Porque tenía las tetas más grandes en la historia de mi pueblo y porque era la que tenía menos caries.

            —¡Vamos a matarlas!— dijo, entre rabia y dolor, el comandante de los paras. Lo dijo en el momento en que mi abuela, agonizante, luchaba por aferrarse a la vida material. —¡Matemos a esas malparidas!— dijo Botella con su rostro lleno de lágrimas, mocos y aguardiente, sin comprender muy bien el significado de portar el sida. Horas más tarde, cuando mi abuela ya veía todo desde el espacio inmaterial, las seis estaban contra el muro de la iglesia, golpeadas y con sus cuerpos cubiertos de sangre un poco coagulada por la atmósfera. Entre ellas, Janeth y mi hermana, quien me había enseñado el arte de cabalgar entre las sábanas así como el amor entre fluidos.

            —¡Prostitutas de mierda!— gritó el comandante después de que se escucharon veinte tiros. Mi abuela miraba. Mi hermana se acercaba a ella sin el cuerpo. Mi abuela ahogada en llanto se decía: —Mi nieta es puta, pero pura—. Y el alma de mi hermana se aferró al de mi abuela, para consolarle, sin que ella lo supiera.

            —¡Métanla en la bolsa de una vez!—.
            —Mi comandante, no cabe— le respondió Botella.
            —¡Píquela y verá que no se nota!— respondió el comandante, con parsimonia y ya sin ira. Entonces Botella sacó el machete de la funda y descuartizó el cuerpo de mi hermana. Y ella, desde el espacio inmaterial, sonrió, pues comprendió al ver su propio cuerpo, hecho pedazos, que era más bonita que Janeth.

Yo supe que mi tío sentía el mismo miedo. Me bastó con observar cómo miraba la caña con la que estábamos pescando. ¿Quién no siente terror al volver al pueblo del que lo sacaron los elenos? Pero no dije nada. No tenía sentido decirlo. Había muerto su madre y su sobrina. Había muerto mi abuela y mi hermana. ¿Cómo no volver al pueblo?

—Píquela y verá que no se nota—. Eso dijo mi tío cuando advirtió mi asco al ver la cabeza del pescado que me serviría de comida aquella tarde. ¿Quién iba a pensarlo? ¡Nadie! ¿Quién iba a pensar que los paracos echaron los cadáveres de las seis prostitutas en el río? ¡Nadie! ¿Y quién iba a pensar que entre los cuerpos ya sin vida estaban los pedazos del sida de Janeth y de mi hermana? ¡Nadie!

Nadie imaginó que los peces que mi tío y yo nos tragamos eran mortecinos y, por hambre, se habían comido el sida de las putas. Les supo delicioso. Los verdaderos banquetes se dan cuando el hambre se presenta de manera abrupta. Volví al pueblo de mis padres porque mi abuela y mi hermana estaban muertas. Volví con miedo, como mi tío. Pero a nosotros no nos mataron los elenos, ni los paras. A mí me mató mi hermana, haciéndome el amor en la boca con forma de cabeza de pescado. Mi abuela y mi hermana lloraron al ver la manera en que comíamos. Y el alma de mi tío, con la mía, se acercaba a la de ellas, para consolarlas, sin que ellas lo supieran.