domingo, 13 de febrero de 2011

Imposibilidad Fáctica


Otto no despertó el domingo en la mañana. En realidad lo que hizo fue recobrar la consciencia, al menos a medias, pero en realidad, en toda la noche no cerró sus ojos. Se llevó la mano debajo del buzo, se retiró la camiseta y luego la llevo hasta debajo de sus calzoncillos, en donde se escondían sus partes íntimas y una botella de aguardiente barato. Abrió con lentitud la tapa y se echó un sorbo en la boca. Entonces se sintió animado. Con su otra mano buscó el bolsillo izquierdo de su pantalón, insertó su mano y de inmediato sudó frío, porque se le había acabado el bazuco. Tembló, sintió su espalda helada y quiso vomitar. Se orinó en sus pantalones, aunque no se preocupaba por ello, ya que sabía que en todo caso sus vestiduras emanaban un olor fétido e inmundo.

Se levantó como pudo, escupiendo hacia cualquier lado y untando sus brazos, sus manos y sus piernas con sus propias flemas y babas. Caminó hasta encontrar personas. Sin pudor le gritaba a quien se atravesaba en su camino, pidiendo monedas para un pan. Todos lo evadían, como era la costumbre, pero esta vez con más asco, por su estado. «No puedo pedir plata si estoy llevado» se decía asimismo un tanto resignado. Pero vio que cruzando la calle donde estaba había una pequeña iglesia evangélica. «Estos hijueputas la madre que algo sí me dan» pensó mientras reía. Caminó con pasó rápido, y sin pensarlo entró y se sentó en una silla. Nadie lo miró, ni lo juzgó. Por el contrario, una señora que estaba unos puestos por delante se giró y le sonrió mirándole a los ojos. Un pastor en el altar hablaba pero Otto no entendía nada, sólo quería bazuco.

Para llamar la atención, Otto se subió sobre la silla en la que se había sentado, se bajó los pantalones un poco y dirigió su trasero hacia el altar mientras gritaba: —¡Me cago en el Evangelio, cristianos malparidos!—. Hubo un silencio momentáneo, pero uno de los feligreses de la iglesia de inmediato hizo bajar a Otto y, de buena manera, salió con él de la iglesia. «Ahora va a llamar a los perros» se dijo. Pero el hombre no llamó a la policía. Lo convenció de ir a un parque cercano y allí se sentaron. El hombre le habló de la Biblia y Otto quiso dormir. No obstante, segundos después, las palabras del hombre le parecieron cautivantes, más que por su contenido, por el hecho de que alguien que él consideraba normal le estuviese hablando, incluso abrazando en algunos momentos.

—¡Eso es! A mí sólo me falta eso, amor—. Dijo Otto. Se entusiasmó, así que se llevó las manos al sexo y sacó la botella de aguardiente. El hombre le pidió el favor de que no tomara eso en su presencia. Otto se rió, se levantó, y botó la botella en una caneca pública del parque. El hombre sonrió, le dio mil pesos para que se comprar un café.

—Prométame que no se los va a fumar— le dijo el hombre mientras estrechaba la mano de Otto.
—Tengo huevo si me trabo. Todo bien. Yo vengo el otro domingo a la iglesia y voy a ahorrar para venir bañado— respondió Otto mientras de sus dientes chuchos llovía saliva mezclada con pus.

Otto, pleno de alegría, corrió buscando una tienda. Al encontrarla, sus ojos brillaron, lo que no ocurría desde su infancia, desde la última vez que su madre le había besado la frente, antes que su padre la matara. Se sintió persona nuevamente. Pero no alcanzó a dar ni siquiera un paso en el establecimiento y un hombre grande con un cuchillo gigante en su mano lo empujó y le ordenó que lo dejara en paz. Otto quedó extrañado. Se sentía orgulloso, pleno, digno, pero de inmediato se sintió avergonzado y con rabia. —Todo bien. Ya me voy— fue lo único que dijo.

Siguió caminando, contento, feliz. Pero su alegría fue disminuyendo paulatinamente y se agotaba con el tiempo. En ninguna parte lo atendían. Aunque Otto intentaba explicarles a todos que tenía dinero, que no estaba pidiendo limosna, que no pretendía robar, sino sólo comprar un café, no había alguien que no lo discriminara por su aspecto, pero, sobre todo, por su olor. Intentó cerca de unas veinte veces, hasta que la ira lo cubrió casi por entero y a la última mujer que lo miró mal y le dijo a gritos que se fuera, le contestó con dialecto callejero:

—¡Gonorrea! ¿Qué hago con estos mil pesos? ¡¿Quiere que me limpie el culo!?—.

Otto comenzó a correr sin saber bien para dónde. Luego recordó al hombre de la iglesia. Quiso llorar pero no lo hizo, sino que corrió más rápido. Atravesó cuadras y calles sin que le importaran los autos ni las personas que se atravesaban a su paso. Al llegar a la iglesia pateó con fuerza una pared, porque estaba cerrada. Fue al parque a buscar a aquel hombre, pero no había nadie. Sólo un par de niños jugando con una pelota vieja y malgastada. Los niños lo miraron con miedo y curiosidad.

—¡¡¿Qué hijueputas? ¿Les doy miedo pirobos, o qué?!!— les gritó. Los niños salieron corriendo de inmediato. Otto se sentó en una banca. La misma en donde había estado con el hombre que le transmitió paz por un momento. Se llevó la mano debajo del buzo, se retiró la camiseta y luego la llevo hasta debajo de sus calzoncillos, en donde se escondían sus partes íntimas. No encontró lo que buscaba. Recordó. Fue hasta la caneca de basura pública, escarbó un poco y retiró una botella de aguardiente barato. Abrió con lentitud la tapa y se echó un sorbo en la boca. Entonces se sintió animado. Sin embargo, pensó que se encontraba ante una imposibilidad fáctica y, como decía su padre, jamás podría dejar de consumir y siempre sería un drogadicto de mierda. Con su mano izquierda buscó el bolsillo de su pantalón, insertó su mano y de inmediato sudó frío, porque no encontró bazuco. Tembló, sintió su espalda helada y quiso vomitar. Se orinó en sus pantalones, aunque no se preocupaba por ello, ya que sabía que en todo caso sus vestiduras emanaban un olor fétido e inmundo. Con su mano derecha, buscó en el otro bolsillo y retiró de allí los mil pesos que el hombre le había dado.

Otto no despertó el lunes en la noche. En realidad lo que hizo fue recobrar la consciencia, al menos a medias, pero en realidad, ni la noche anterior ni en todo el día cerró los ojos. Recobró la consciencia al ver la balacera, al sentirla cerca y al comprender que había llegado su momento.

—Dios, si no tenía otra opción, ¿por qué me mandas a los perros?— dijo Otto mientras se incorporaba un poco y veía cómo varios policías intercambiaban tiros con otros drogadictos de la olla. «Y yo que pensaba ir el otro domingo a la iglesia, limpio y bien bañado». Observó unos segundos sin moverse, como una roca, imperturbable. Otto murió por una bala que atravesó sus intestinos, mientras recordaba cómo su padre había apuñalado a su mamá y cómo la sonrisa de su madre se parecía a la sonrisa del hombre que, por algunos minutos, le había dado una esperanza además de un billete de mil pesos.

miércoles, 2 de febrero de 2011

La Gata




—¿Cómo se siente comerse una rata? Dime gata, ¿cómo se siente?— preguntó Rodrigo, cuando su esposa le servía el desayuno. La noche anterior, Martha se había acostado apenas con un cliente que le pagó mal. «Veinte pesos por quince minutos. Veinte pesos en toda la noche. Por una rata» pensaba Martha cuando ya anticipaba lo peor, lo de costumbre.

Rodrigo sólo necesito echarse una cucharada en la boca para arrojarle el caldo caliente a las piernas de su esposa. —¡Sólo sabes tirar! ¡No sirves para nada más!—. Entonces se levantó de la mesa, la golpeó en la cara hasta que la sangre fuera visible y, como de costumbre, la llevó hasta al lavadero, le subió la falda a las malas y tomándole fuertemente por la nuca le penetraba con violencia. —¿Así te comes a las ratas?, ¿así te sientes?—.

Cuando Rodrigo salió de la casa, Martha, recostada en la cama con los pies en la cabecera, lograba ver entre lágrimas cómo su esposo atravesaba el portón viejo y desmejorado por el tiempo. Las lágrimas distorsionaba su realidad, entonces se enteró sólo por el ruido que estaba sola, como siempre, como en las mañanas cuando su esposo se iba a emborracharse después de lastimarla, como en las tardes, cuando el insomnio la atormentaba con recuerdos, como en su infancia, en la que era violada por su tío y como en las noches, cuando cobraba por su sexo para alimentar a su marido. Esa tarde de enero tuvo, sin embargo, algo que no se sumía en la rutina a la que estaba acostumbrada. Tuvo una idea. Entonces su cuerpo se llenó de adrenalina, de miedo y, tan sólo por un instante, de felicidad.

Martha se levantó de la cama y comenzó, después de muchos años, a percibir las impresiones que marcaban sus sentidos. Sintió la baldosa fría en sus pies, hasta sentir dolor. Vio que la casa se había hecho tan vieja como ella. Lo confirmó al escuchar los automóviles que se paseaban al frente de su casa. Pasó su lengua por sus labios y saboreó su propia sangre mezclado con lágrimas. Olió ese repugnante aroma, cerró sus ojos y comenzó a caminar, guiada por su olfato. Atravesó toda su casa con pasos más o menos rápidos. Abrió el portón y salió de su casa sin mirar a su alrededor. Atravesó la carrera quinta y no se inmutó con la frenada del camión. No contestó a los saludos de vecinos, ni sonrió por los comentarios morbosos de sus clientes de esa misma cuadra. Tomó la calle diecinueve hasta la carrera sexta y giró a la derecha, esquivando transeúntes, descalza y guiada sólo por su nariz. Asombrada, con los ojos abiertos como una lechuza, se detuvo a la mitad de la cuadra. Bajó su mirada y vio una alcantarilla destapada. No tuvo asco ni pudor. Bajó las escalinatas y dio un pequeño salto. Sintió luego cómo las aguas sucias y teñidas de excremento la mojaban hasta un poco más abajo de sus rodillas. Caminó algunos metros, giró su cabeza a la derecha y entonces se miraron fijamente.

«Se parece a Rodrigo» pensó Martha. Imaginó por unos segundos que ella también le encontraba parecido con alguien, porque parecía inmutable. La rata dio algunos pasos leves y Martha no dudó en tirarse sobre ella antes que escapara. La cogió con una mano pero al advertir lo grande que era, tuvo que cogerla del hocico con la izquierda, sintiendo entre sus dedos el mover de sus bigotes. Imaginó que era su marido y apretó más fuerte. Corrió entonces a las escalinatas de la alcantarilla y subió, apoyándose con una mano y apretando la rata con su otro brazo contra sus senos para que no se le escapara. Se incorporó con tranquilidad sobre la carrera sexta y volvió a buscar la avenida diecinueve, ante la sombrosa mirada de transeúntes y los gritos de mujeres al ver cómo Martha caminaba con la rata entre sus manos. Tomó la carrera quinta y sus vecinos imperturbables la miraban.

—Ahora entiendo por qué le dicen “la gata”— exclamó Jaime, el zapatero, cuando la vio entrando a su casa, que quedaba justo al frente de su anticuado taller. —Jamás me volveré a revolcar con ella, ni porque me inviten mis amigos—. La observó paso a paso, y cuando Martha se giró para cerrar el portón, creyó que la rata lo miraba fijamente a sus ojos. Jaime vomitó en el acto.

Rodrigo sólo necesito echarse una cucharada en la boca para sentirse a gusto con la cena de su esposa. Ese día noche celebraban su aniversario y Martha no había ido a trabajar. —¡A veces pensaba que no sabías cocinar y que sólo sabías tirar! ¡Pero esto está realmente bueno!—. Rodrigo saboreaba, Martha lo miraba fijamente y recordaba cómo había degollado en la cocina a la rata y con la cabeza le había dado sabor al caldo que su esposo ya se había tomado. Rodrigo se pasaba la lengua por los labios y Martha sonreía pensando en cómo con mucha paciencia había quitado el pelaje de la rata con el cuchillo. Rodrigo descansaba por momentos, tomando impulso para seguir en la labor de alimentarse y Martha se regocijaba, pues veía en su memoria el momento en que metió la rata, blancuzca, sangrienta y sin cabeza en la olla de agua hirviendo. Rodrigo pasaba una servilleta por su boca y Martha rememoraba cómo había despresado al animal, como a un pollo, para luego fritarlo. Cuando Rodrigo terminaba ya los espaguetis, Martha casi no puede evitar la risa, pues sabía que entre ellos se escondía la cola de la rata.

—Estuvo delicioso, no sé por qué no comiste también tú. Es la primera vez que preparas algo bueno— dijo Rodrigo luego de eructar y de pasar su mano por la panza.

—Me alegra que te haya gustado. Ahora sabes lo que es comer una rata— contestó Martha a la vez que lloraba y reía.

—¡Gata de mierda!— gritó Rodrigo luego de un silencio breve.

Jaime, el zapatero, fue el único escuchó el disparo de esa noche. Pero sólo hasta la mañana siguiente, los vecinos se enteraron de que Rodrigo había comido rata y de que la gata había muerto de un balazo en la cabeza la noche de su aniversario.