jueves, 19 de agosto de 2010

La mujer y su árbol



- Tome 200 dólares – me dijo el señor Taylor cuando íbamos a salir.
- No podría aceptarlos – respondí casi sonrojándome.
- Tómelos y dele algo de felicidad a mi hija – concluyó el señor Taylor.

Salimos y fue en ese instante cuando por fin pude pensar en lo absurdo de la situación. Apenas había conocido a la señorita Taylor una noche atrás, cuando sentado en la barra del bar, me causó curiosidad el verla sola, con su rostro de facciones finas y sus senos que encarnaban la inocencia y el erotismo al mismo tiempo. Nuestras miradas se cruzaron más de una vez y yo pedí varias cervezas tan sólo para contemplarla un poco más. No me atreví, sin embargo, a dirigirle la palabra. Fue hasta la media noche cuando me desperté de la embriaguez en la que la señorita Taylor me sumergía, cuando tomé mi abrigo, pagué la cuenta y decidí ir a dormir a mi casa. Nunca pensé que al pasar a su lado me tomara del brazo y me dijera que me esperaría la noche siguiente a las ocho en su casa. Me dio un papel con su dirección y desvió inmediatamente su mirada como enfocando el infinito. Como si yo dejara de existir.

Fue al otro día, cuando caminaba de nuevo hacia ese bar, luego de recibir los 200 dólares que me ofreció el señor Taylor, cuando pensé en lo arriesgado que fui al ir en efecto a su casa, pues siempre la timidez me había embargado. Pero su rostro y sus senos fueron el imán que me atrajeron. Al tocar la puerta su padre me saludó amablemente y me dijo que siguiera, que ya en un momento la señorita Taylor estaría conmigo. Y dos minutos después sucedió lo que me dejó pasmado: la señorita Taylor entró a la sala, en su silla de ruedas, sin piernas.

- No quiero ir al bar, sentémonos en ese parque – me dijo la señorita Taylor mientras yo la llevaba en su silla de ruedas. – Hagámonos debajo de ese árbol – dijo a continuación. Ahora pensaba en lo absurdo que era esa situación. Ya no miraba su rostro de facciones finas, ni sus senos que encarnaban ideas contradictorias. Ahora miraba la ausencia de sus piernas, y no lo podía evitar.

Nada hablamos. Cuando terminó por fin su quinto cigarrillo me miró fijamente y me dijo:

- Hagamos el amor.

No comprendo aún el porqué no me sorprendí ante esa petición. Tampoco el porqué accedí sin problema a sus requerimientos. Le di rienda suelta a sus deseos mientras ella se agarraba fuertemente del árbol. Me sentía muy excitado. Y no era por su rostro ni tampoco por sus senos. Era por la ausencia de sus piernas. Una hora después me volvió a hablar: - Ayúdame a vestirme.

Por fin llegamos a su casa. Se me dificultaba mirar al señor Taylor cuando abrió la puerta. La señorita Taylor entró en su casa sin despedirse, con toda la indiferencia posible. Como enfocando el infinito. Como si yo dejara de existir. El señor Taylor esperó a que su hija estuviera lo suficientemente lejos. Luego vino entonces lo verdaderamente absurdo:

- Gracias joven. Tome 200 dólares.
- ¿Cómo piensa que los puedo recibir? Ya me ha dado usted esa misma cantidad. No puedo aceptarlos señor Taylor.
- Usted trajo a mi hija hasta la casa. Siempre que sale con alguien debemos ir a buscarla en el árbol. Es la primera que no sucede.

Tomé entonces el dinero. Desconcertado me di vuelta y jamás volví a saber de ella, pero aún recuerdo la ausencia de sus piernas. Días después compré un par de zapatos con los 400 dólares.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Adelanto dramatúrgico

(Fragmento de la escena V de la inédita "Ridículos y Abstractos" -cuyo título está en duda-).

ANA MARÍA: Lárgate con Aurelio y déjame en paz para que pueda fornicar con Clodomiro.

LUISA: No te saldrás tan fácil con la tuya.

ANA MARÍA: ¿Qué deseas?

LUISA: Dos cosas tendrían que suceder antes.

ANA MARÍA: ¿Cuáles?

LUISA: Primero, debo vestirme como tú.

ANA MARÍA: De acuerdo, no es nada del otro mundo. Sólo quítate la ropa.

LUISA: Segundo, tendría que matarte.

ANA MARÍA: ¡Mamá, no jodas! Cada vez te pareces más a Aurelio.

LUISA: ¿Ves? Estamos hechos el uno para el otro.

ANA MARÍA: Estoy en un dilema.

LUISA: ¿Cuál?

ANA MARÍA: No quiero morir, pero deseo verte feliz.

LUISA: Debes decidir.

ANA MARÍA: Eres injusta, sabes que sacrificaría todo por tu felicidad.

LUISA: Incluso tu vida.

ANA MARÍA: Así es, ¡coño!, así es.

LUISA: De acuerdo, pero no seas grosera. ¿Cómo quieres morir?

ANA MARÍA: ¿Me darás el privilegio de escoger?

LUISA: Si alguien le pide pan a su padre, éste no le dará a cambio una piedra.

ANA MARÍA: Pero tú no eres mi padre, eres mi madre.

LUISA: Idiota, sabes lo que quiero decir.

ANA MARÍA: Quiero morir asfixiada.

LUISA: ¿Por qué?

ANA MARÍA: Es el único modo de morir coherente con mi forma de vestir.

LUISA: De acuerdo. Siéntate. (Ana María se sienta. Luisa alista el abrigo para asfixiarla).

ANA MARÍA: Espera mamá. ¿Me amas?

LUISA: Ana María, siempre fuiste mi hija preferida.

ANA MARÍA: ¿Por qué?

LUISA: Porque no tuve más hijos.

(Luisa coloca el abrigo en el rostro de Ana María quien se va ahogando lentamente. La luz se va desvaneciendo mientras muere Ana María. Fugaz apagón. Al volver la luz, Aurelio y Humberto retoman la conversación. Luisa se ve en problemas para recoger el cuerpo de su hija muerta).